Cuentos

Aqui encuentras todos los cuentos que deseas leer una y otra vez

Las Cuatro Operaciones Matemáticas Basicas

SUMA
Cada noche de amor de que has gozado.
Los oros de la tarde en agonía.
La ardiente languidez del mediodía.
Añade los recuerdos más dichosos
Disfrutados al lado de tus hijos.
Los instantes de paz que has disfrutado.
Un «gracias»… Que has sentido muy sincero.
El afecto de un amigo verdadero
y los amaneceres venturosos.. .
RESTA
Las noches de amor que no han llegado.
La tarde aquella en que tu amor moría.
La traición que conociste un mediodía.
Quita todos los instantes tormentosos y decepciones
Al crecer los hijos.
Las horas de tristeza que has pasado.
La ingratitud de quien no fue sincero.
Las ofensas de un amigo traicionero,
y los amaneceres nebulosos.
DIVIDE
Entre alguien, cuando sufre, tu sonrisa y haz su dolor y su pesar más leve.
La última moneda que te quedan
Entre el pobre, el anciano abandonado y el que está en una cama aprisionado.
Parte tu corazón y tu cariño
Con quien será en la vida siempre niño.
Divide tus momentos de alegría
y de felicidad aunque sean breves…
MULTIPLICA
Tu fe con oraciones y todos tus esfuerzos por ser bueno.
Multiplica tus obras, tus acciones.
Multiplica tu afán por darte pleno.
Feliz aquel que en su existir aplica
Las cuatro operaciones principales.
De lo bueno que recibió a raudales
Resiste amargura, decepción y males
y si del saldo divide los caudales,
verá que el que divide multiplica..

DESCONOZCO AUTOR

La Esperanza es la Madre de la Fe

Este cuento me encanta porque me hace recordar que aun en los momentos mas cruciales siempre existe la posibilidad real de que aquellos eventos que casi nos arrancan la vida pasaran inexorablemente.

«Hace varios años una maestra de escuela pública fue contratada para visitar a unos niños internados en un gran hospital de la ciudad. Su tarea era guiarlos en sus deberes a fin de que no estuvieran muy atrasados cuando pudieran volver a casa.
Un día esta maestra recibió una llamada de rutina pidiéndole que visitara a un niño en particular. Tomó el nombre del niño, el del hospital y el número de la habitación y la maestra del otro lado de la línea le dijo:
– Ahora estamos estudiando sustantivos y adverbios en clase. Le agradecería si lo ayudara con sus deberes, así no se atrasa respecto a los demás.
Hasta que la maestra no llegó a la habitación del niño, no se dio cuenta de que se hallaba ubicada en la unidad de quemados del hospital. Nadie la había preparado para lo que estaba a punto de descubrir del otro lado de la puerta. Antes de que le permitieran entrar, tuvo que ponerse un delantal y una gorra esterilizada para evitar la posibilidad de infección. Le dijeron que no tocara al niño, ni la cama. Podía mantenerse cerca, pero debía hablar a través de la máscara que estaba obligada a usar.
Cuando por fin terminó de lavarse y se vistió con las ropas prescriptas, respiró hondo y entró en la habitación. El chiquito terriblemente quemado, sufría mucho. La maestra se sintió incómoda y no sabía qué decir, pero había llegado demasiado lejos como para darse vuelta e irse. Por fin, pudo tartamudear:
– Soy la maestra del hospital y tu maestra me mandó para que te ayudara con los sustantivos y los adverbios.
Después le pareció que no fue una de sus mejores sesiones de enseñanza. 
A la mañana siguiente cuando volvió, una de las enfermeras de la unidad de quemados le preguntó:
– ¿Qué le hizo a ese chico?
Antes de que pudiera dar una disculpa, la enfermera la interrumpió diciendo:
– Usted no me entiende, estábamos muy preocupados por él, pero desde que usted vino, toda su actitud cambió. Está luchando, responde al tratamiento, es como si hubiera decidido vivir.
El propio niño le explicó luego que había abandonado completamente la esperanza y sentía que iba a morir, hasta que vio a esa maestra tan especial. Todo había cambiado cuando se dio cuenta de algo: con lágrimas de felicidad en los ojos, el chiquito tan gravemente quemado que había dejado de lado toda esperanza, lo expresó así:
– No le habrían enviado una maestra para trabajar con los sustantivos y los adverbios a un chico agonizante, ¿no le parece?»

El Maestro

Un anciano tenía fama de sabio y la gente acudía a él en busca de ayuda o de consejo. Y cuando un forastero preguntaba por qué le decían maestro, en qué consistía la sabiduría, o qué ciencia dominaba ese hombre que parecía un humilde campesino, la gente no sabía muy bien qué responder. 

– Es un hombre feliz, vive en paz con todos, era una de las tímidas respuestas.

Un joven que escuchó hablar de él y que ansiaba adquirir conocimientos, se presentó una noche para pedirle que le enseñara. El anciano se sorprendió del pedido, pero aceptó con entusiasmo. Hacía muchos años que vivía solo y le gustó la idea de tener a alguien con quien compartir su tiempo nuevamente.

A la mañana siguiente, se levantaron y prendieron el fuego para calentar agua y cocinar el pan que habían dejado preparado la noche anterior. Mientras esperaban que el desayuno estuviera listo, el maestro se sentó en un banquito y se puso a contemplar por la ventana. El discípulo, parado detrás de él, trataba de poner la mirada en el mismo lugar que el maestro, para descubrir qué estaba mirando tan concentrado. Por la ventana sólo se veía el campo, flores silvestres, el gallinero y los perros recibiendo los primeros rayos del sol.

A los pocos minutos, el joven se aburrió y se fue a sentar. Tomó un libro de su mochila y comenzó a leer. Sin embargo, a cada momento se distraía y pensaba cómo el maestro podía perder el tiempo sin hacer nada. Cuando el olor a pan inundó la habitación, el maestro se levantó, preparó el te, colocó dos jarros sobre la mesa y el pan sobre una servilleta. Se sentó, indicó, con un gesto de su mano, al discípulo que hiciera lo mismo y comenzó a comer el pan cortándolo en pedacitos y mojándolos en el té caliente.

El discípulo estaba asombrado: el maestro se había olvidado de agradecer la comida. Sin disimular y para que el otro se diera cuenta de su error, agachó la cabeza durante unos instantes como si estuviera rezando. Después, comenzó a comer. Cuando terminaron el desayuno, colocaron cada cosa en su lugar y el maestro le preguntó al joven de qué quería conversar. En el instante en que le iba a contestar, se abrió la puerta de golpe y entró un niño corriendo:

– Maestro, maestro, mire el pescado que saqué del agua, hoy vamos a comer como reyes. 

El maestro se levantó, aplaudió la hazaña del niño y se ofreció para ayudarlo a limpiar el pescado. Mientras tanto, le preguntó por toda la familia, y le explicó varias maneras de cocinarlo. Antes de que se fuera, le regaló un pequeño recipiente con un condimento especial para darle más sabor a la preparación.

El discípulo estaba asombrado y desconcertado. Ya había pasado más de medio día y no había aprendido nada. 

A partir del momento en que el niño dejó la casa, cada vez que el maestro se iba a poner a conversar con él, alguien del pueblo interrumpía la conversación. Iban a pedirle algo o a llevarle un pequeño regalo -una papa, una planta de lechuga, un pepino-, como agradecimiento por alguna ayuda que él les había dado. Pasó el día y anocheció.

El maestro cortó las verduras y puso el caldo en el fuego, mientras amasaba con mucha dedicación el pan para el otro día. Comieron y se fueron a dormir. 

Los días siguientes fueron más o menos similares: pasaban las horas yendo de un lugar a otro, ayudando o visitando a las personas del pueblo; trabajaban la pequeña huerta; alimentaban a las gallinas y juntaban los huevos que regalaban al que los necesitaba. Una noche, entre la respiración profunda del maestro y la bronca acumulada por no aprender nada nuevo, el discípulo daba vueltas en la cama sin poder dormir. 

No sabía si irse o quedarse. Por fin, casi entrada la madrugada decidió probar durante un día más. Al amanecer, el maestro se levantó, se desperezó y comenzó a prender el fuego para el desayuno. 

Puso el agua a calentar, el pan a cocinar, y se sentó en el banquito a mirar por la ventana. 

Así lo encontró el joven cuando despertó. Se dio cuenta de que todo iba a seguir igual que los días anteriores. Al enojo que había acumulado se le sumó el mal dormir y estalló:

– ¡Yo vine a buscar sabiduría, a entender las cosas de la vida, a aprender a vivir mejor, y lo que me encuentro es alguien con una vida común, diría que vulgar, que ni siquiera es capaz de tener un momento para reflexionar y agradecer al creador por todo lo que recibió de él!

El maestro lo miró con los ojos tristes; una expresión que nunca antes le había visto. Y le contestó:

– Cuando contemplo la mañana por la ventana, veo las flores, huelo su perfume y de esa manera, usando mis ojos y mi olfato para gozar de lo que Dios hizo para nosotros, lo alabo. El campo y el gallinero, son los que nos ofrecen la comida de cada día y, al mirarlos, no me queda más que agradecer por la vida. Los perros descansando me recuerdan que pasaron toda la noche en vela cuidándonos mientras dormimos.

Esto me lleva, necesariamente, a agradecer a Dios que en todo momento y sin descansar tiene sus ojos puestos en nosotros para acompañarnos, para cuidarnos y para hacernos felices. Eso me llena de alegría y paz. Ya no necesito nada más, porque estoy seguro de que Dios está conmigo.

Cada persona que golpea mi puerta me hace sentir útil, necesario, querido. Cada vez que recibo un pequeño regalo de la gente humilde de la aldea, siento que es Dios mismo que me lo da, sirviéndose de las manos de los demás y me recuerda, así, que no soy el único que puede dar. 

El discípulo estaba tan enojado que casi no escuchó las palabras del anciano. Agradeció, por educación, el hospedaje y volvió a su pueblo, olvidándose por mucho tiempo de lo que el maestro le había dicho. 

Allí, conoció una chica de quien se enamoró. Se casaron y formaron una familia. 

Cierto día, al volver de trabajar en el campo, vio desde lejos a sus hijos jugando. Se acercó despacio y desde atrás de un árbol se quedó mirando. Así lo descubrió su esposa que le preguntó:

– ¿Qué estás haciendo acá? ¿Qué haces mirando a los niños jugar?

– Estoy mirando la maravilla más grande que Dios nos ha regalado, estoy alabándolo mientras escucho sus gritos y sus cantos, estoy dando gracias por el trabajo que me permite traerles todo los días un pedazo de pan, y estoy dando gracias a Dios, porque si yo, que soy muy débil, cuido de ellos y me preocupo, cuánto más él con todo su poder y su inmenso amor. 

Ese día el hombre recordó las palabras de su maestro y entendió.

¿CÓMO TE TRATA LA GENTE?

Después de haber atravesado un camino largo y difícil, el viajero
llegó a la entrada del pueblo en el que pasaría los próximos años
de su vida.

  Inquieto sobre la forma de ser de la gente en ese lugar,
le preguntó a un viejo hombre que descansaba recostado
bajo la sombra de un frondoso árbol de cedro:

   – ¿Cómo es la gente en este lugar? -le dijo al viejo,
sin saludarlo-.
Es que vengo a vivir aquí y donde yo vivía las personas
eran complicadas y agresivas.
La arrogancia y la insensibilidad eran el pan de cada día.

  El anciano, sin mirarlo, respondió:

  – Aquí la gente es igual.

  El viejo siguió reposando. El caminante prosiguió su camino.

  Horas después otro viajero que también llegaba al pueblo
se acercó al anciano y le dijo:

  – Buenas tardes, señor, disculpe la molestia,
yo vengo a vivir a este pueblo y me gustaría saber
cómo es la gente, porque en donde yo vivía las
personas eran atentas, generosas y sencillas.

  El anciano levantó la cabeza, sonrió y le contestó:

  – Aquí la gente es igual.

En vez de preguntarte cómo te tratan los que te
rodean, mejor pregúntate cómo los tratas tú a ellos.
A la larga la gente se termina comportando contigo
como tú te comportes con ellos.
Observa si las actitudes de los demás contigo no son más
que tu propio reflejo.

LOS CUATRO NOVIOS

Había una vez una joven que tenía cuatro novios.

Al cuarto lo amaba muchísimo: le regalaba elegantes trajes, le servía deliciosas comidas.

Al tercero también lo amaba mucho. Iban de paseo a los mejores resorts, pero temía que algún día la abandonara.

El segundo era su confidente. Confiaba en él. La ayudaba a salir de las dificultades.

El primer novio era muy leal. Hacía grandes esfuerzos por ayudarla.     Ella apenas le hacía caso, a pesar de que él la amaba profundamente.

Un día cayó enferma. Le quedaba poco tiempo. Pensó en su vida de lujos y que al morir estaría sola.

Entonces dijo al cuarto: “Te he amado mucho y cuidado grandemente.  Estoy muriendo. ¿Te irías conmigo?”.
“¡Ni soñarlo!”-y se alejó rápidamente. Ella sintió un cuchillo en su corazón.

Preguntó al tercero: “Te he amado toda mi vida.  Estoy muriendo. ¿Te irías conmigo?”
“¡No! La vida es demasiado buena. Cuando mueras, me iré con otra”.  Ella quedó devastada.

Al segundo le dijo: “Siempre me has apoyado. Cuando muera, ¿me acompañarás?”
“Lo lamento. Tan sólo hasta la tumba.” Fue como si le cayera un rayo.

Entonces oyó una voz que le decía: “Yo iré contigo. Te seguiré donde vayas.” Vio que era su primer novio, bien delgado porque sufría de malnutrición y descuido.Sorprendida, le contestó: “¡Debí haberte cuidado mucho mejor cuando podía!”

Y es que todos tenemos cuatro novios, o cuatro novias, según sea el caso.
El cuarto es tu cuerpo. Por más que lo cuides, te dejará cuando mueras.
El tercero son tus bienes. Al morir pasarán a otros.
El segundo son la familia y los amigos.  Por mucho que les hayas dado, te acompañarán solamente hasta la tumba.
El primero, el alma. Siempre maltrecha por tú perseguir riquezas, poder y placeres.

Es lo único que tendrás donde vayas. Cultívala, fortalécela, dale cariño. Será la única que te seguirá hasta el trono de Dios y continuará contigo por toda la eternidad.

 

Razonitis

Si crees sinceramente que todos están equivocados (menos tú, ¡claro!),
o si crees que acabas de descubrir, por fin, tú solo, y nadie más,
después de tantos siglos, la “verdadera verdad”,
y sientes desprecio hacia el resto de los mortales
que viven –dices– enajenados…
O si pretendes que absolutamente todo pase el exigente examen de tu cerebro,
o si le prohibes la existencia a todo lo que no entiendes,
o si desprecias lo que desconoces,
o si te sorprendes cuando a alguien se le ocurre dudar
de que tú siempre tienes la razón…
…entonces…  …es muy posible, que padezcas de razonitis.
Razonitis es una inflamación de la razón.
Un uso abusivo de la razón.
Un forzar de más una facultad.
Un creerte la razón universal encarnada.
¿Tiene solución?
Sí, pero suena fuerte a un oído post-moderno.
Se puede empezar por observar y constatar que
ignoramos más de lo que sabemos,
que cometemos errores cada día,
que tenemos debilidades y puntos flacos,
que podemos pero no queremos,
que queremos pero no podemos,
que errar es humano.
Y reconocerlo, todavía más, lo contrario de la razonitis.
Es decir, la humilde humildad.

Y andarse en humildad, lo decía una gran santa, es andarse en verdad.

 
De P. Arturo Guerra, LC

¿A dónde corres?

Mi amigo cuenta la historia de algo que sucedió mientras su papá estaba cazando venados en los bosques de Oregon.

Con el rifle acunado en el hueco de sus brazos, su padre iba por un antiguo camino de leñadores casi borrado por la exuberante espesura. Caía la tarde y estaba pensando en regresar al campamento cuando oyó un ruido en los arbustos cerca de el. Antes de que tuviera oportunidad de levantar el rifle, un bultito castaño y blanco corrió hacia el a toda velocidad. Mi amigo se ríe cuando cuenta la historia.

«Todo sucedió tan rápido, que papá apenas tuvo tiempo de pensar. Miro hacia abajo y allí estaba un conejito castaño (en extremo agotado) acurrucado contra sus piernas entre sus botas. La cosita temblaba como una hoja, pero allí estaba sin moverse. 

Esto era sumamente raro. Los conejos silvestres tienen miedo de la gente, y ni siquiera es fácil llega a ver alguno… mucho menos uno que venga y se siente en nuestros pies.

Mientras papá trataba de encontrarle explicación a aquello, otro actor entro en la escena: Más abajo en el camino una comadreja saltó al camino, cuando vio a mi padre (y a la que consideraba su presa, sentada a sus pies) el predador quedo congelado, el hocico jadeante, los ojos con un brillo rojo.

Entonces comprendió papá que había irrumpido en medio de un pequeño drama de vida y muerte en el bosque. El conejito, exhausto por la persecución, estaba a solo minutos de la muerte. Papá era su última esperanza de refugio. Olvidando su natural recelo y miedo, el animalito instintivamente se había pegado a el buscando protección de los afilados dientes de su implacable enemigo».

El padre de mi amigo no lo decepcionó: alzó su rifle, apuntó y disparó al suelo justo debajo de la comadreja. El animal pareció saltar casi recto al aire un par de pies y entró disparado hacia el bosque de nuevo, a toda velocidad que sus patas se lo permitían.

Durante un rato el conejito no se movió. Siguió echadito allí, acurrucado entre los pies del hombre, en la tarde que caía poco a poco, mientras el le hablaba suavemente. 

¿A dónde fue, chiquitín? No pienso que te molestará por un tiempo. Parece que esta noche te has librado de la trampa.
Pronto el conejito se fue saltando, alejándose de su protector para entrar en el bosque.

¿A dónde corres, querido, en momentos de necesidad?, ¿A dónde corres cuando te persiguen predadores como los problemas, las preocupaciones y los temores?

¿Dónde te escondes cuando tu pasado te persigue como un lobo implacable, tratando de destruirte?, ¿Dónde buscas protección cuando las comadrejas de la tentación, la corrupción y la maldad amenazan con vencerte?

¿A dónde te vuelves cuando tu energía se agota… cuando la debilidad te embarga y sientes que no puedes huir por mas tiempo?
¿Te vuelves a tu protector, Aquel que esta firme con los brazos abiertos, esperando porque vuelvas y te refugies en la seguridad de todo lo que Él es?

El Cuento de las Arenas

Un río, desde sus orígenes en lejanas montañas, después de pasar a través de toda clase y trazado de campiñas, al fin alcanzó las arenas del desierto. Del mismo modo que había sorteado todos los otros obstáculos, el río trató de atravesar este último, pero se dio cuenta de que sus aguas desaparecían en las arenas tan pronto llegaba a éstas.

Estaba convencido, no obstante, de que su destino era cruzar este desierto y sin embargo, no había manera. Entonces una recóndita voz, que venía desde el desierto mismo le susurró:
«El Viento cruza el desierto y así puede hacerlo el río»

El río objetó que se estaba estrellando contra las arenas y solamente conseguía ser absorbido, que el viento podía volar y ésa era la razón por la cual podía cruzar el desierto.

«Arrojándote con violencia como lo vienes haciendo no lograrás cruzarlo. Desaparecerás o te convertirás en un pantano. Debes permitir que el viento te lleve hacia tu destino»
-¿Pero cómo esto podrá suceder?
«Consintiendo en ser absorbido por el viento».

Esta idea no era aceptable para el río. Después de todo él nunca había sido absorbido antes. No quería perder su individualidad. «¿Y, una vez perdida ésta, cómo puede uno saber si podrá recuperarla alguna vez?» «El viento», dijeron las arenas, «cumple esa función. Eleva el agua, la transporta sobre el desierto y luego la deja caer. Cayendo como lluvia, el agua nuevamente se vuelve río»
-¿Cómo puedo saber que esto es verdad?

«Así es, y si tú no lo crees, no te volverás más que un pantano y aún eso tomaría muchos, pero muchos años; y un pantano, ciertamente no es la misma cosa que un río.»
-¿Pero no puedo seguir siendo el mismo río que ahora soy?

«Tú no puedes en ningún caso permanecer así», continuó la voz. «Tu parte esencial es transportada y forma un río nuevamente. Eres llamado así, aún hoy, porque no sabes qué parte tuya es la esencial.»

Cuando oyó esto, ciertos ecos comenzaron a resonar en los pensamientos del río. Vagamente, recordó un estado en el cual él, o una parte de él ¿cuál sería?, había sido transportado en los brazos del viento. También recordó –¿o le pareció?– que eso era lo que realmente debía hacer, aún cuando no fuera lo más obvio. Y el río elevó sus vapores en los acogedores brazos del viento, que gentil y fácilmente lo llevó hacia arriba y a lo lejos, dejándolo caer suavemente tan pronto hubieron alcanzado la cima de una montaña, muchas pero muchas millas más lejos. Y porque había tenido sus dudas, el río pudo recordar y registrar más firmemente en su mente, los detalles de la experiencia.

Reflexionó: «Sí, ahora conozco mi verdadera identidad». El río estaba aprendiendo pero las arenas susurraron: «Nosotras conocemos, porque vemos suceder esto día tras día, y porque nosotras las arenas, nos extendemos por todo el camino que va desde las orillas del río hasta la montaña»

Y es por eso que se dice que el camino en el cual el Río de la Vida ha de continuar su travesía está escrito en las Arenas.

Awad Afifi el Tunecino

La princesa y la niña

En un castillo de oro, vivía una princesa muy linda, era de lo más hermosa, su belleza no venía de su físico, sino del corazón. Dicha belleza se le reflejaba a veces con los rayos del Sol, y quienes la contemplaban veían en ella como a un ángel venido del cielo. A veces su belleza era comparada con la de una virgen preciosa, era fina y cariñosa en el trato con los demás.Vivía en su castillo, con su príncipe, su madrastra y sus lacayos, todos «la adoraban y servían», iba a ser la futura reina y madre de príncipes y princesas. Ella absorta en la corte, rodeada siempre de adornos de oro y lindos trajes de princesa, «vivía su vida», sus años de esplendor y juventud.Pasaba mucho tiempo en el castillo, había sido educada para ser reina en su corte, allí era la soberana y no se perdía, a pesar de ser un castillo enorme, llenos se pasadizos secretos, ella los cruzaba, iba y venía por entre ellos y siempre encontraba salida.

Su inocencia era tal, que no encontraba malicia en nada, todo era bueno, con esa inocencia, pasaba y cruzaba todos los pasadizos secretos por extraños e increíbles que parezca. Las personas del castillo y de las aldeas cercanas querían conocer su secreto. Así que la vigilaban día tras día, la veían entrar y salir sin descubrir su secreto.

Un día la princesa conoció a una niña preciosa, estaba triste, lloraba desde que se murió su mamá. La princesa se conmovió escuchando la historia de aquella preciosa niña, empezaron a caminar juntas y cruzó con ella los pasadizos secretos que traían a todos de cabeza por querer saberlo. La niña tan solo le dio la mano a la princesa y aunque ella no veía nada, ni entendía por dónde pisaba, seguía caminando, confiada y segura de la mano de la princesa.

El secreto de la princesa estaba en sus ojos y en su corazón, no en los pasadizos, era la manera de mirar con amor las cosas que otros veían malas y feas. Así cruzaba los pasadizos más oscuros de la vida. Por eso los que la vigilaban y observaban, no lo descubrían. Para eso tenían que tener ellos mismos la inocencia y transparencia para ver a través del Espejo que la princesa tenía dentro ella.
Ese Espejo fue un regalo que el Rey su Padre, le había hecho, no por ser princesa, o por méritos que tuviera, que no los tenía para dicho regalo. Más que un regalo era el Don más preciado del Rey, tanto la amaba, así cómo era, pequeñita, como niña, que el Rey estaba prendado de ella, de su pequeñez, y porque quiso y pudo, le hizo ése regalo tan grande y valioso.

Ella lo guardaba en su corazón y solo cuando era voluntad del Rey, la princesa veía a través del Espejo. Las cosas se transformaban, las espinas se convertían en rosas, y paseaba cada vez por un jardín llamado Edén, era el Paraíso perdido, que solo veía a través del Espejo, sus perfumes y fragancias, no podían ser comparadas a nada de este mundo, era de una suavidad tal, que no tenía nombre.

La niña cruzó de la mano de la princesa ése jardín lleno de fragancias nuevas todas para ella, en su vida nunca imagino que existiera algo tan hermoso y tan bello. Jamás olvidaría a la princesa ni el jardín que le había enseñado, por mucho tiempo que pasara, siempre soñaría con volver algún día, a aquel lugar tan delicioso.
Desde entonces la niña no deja de buscar y buscar… a veces piensa que ha sido como un sueño. La niña, algún día encontrará de nuevo la Puerta que un día se abrió para ella, y volverá a ver el Paraíso perdido a través del Espejo que le mostró la princesa. Volverá al origen de la vida …

Desconozco autor.

Edades Por Enrique Pinti

A lo largo de nuestra existencia compramos y vendemos frases hechas y sentencias aparentemente exactas que tratan de explicar lo inexplicable: la vida, ese camino nada fácil que todos sabemos cuando empezó y ninguno tiene la certeza de cuando llegará el final. Pasamos por etapas, edades, tropiezos, logros, fracasos, alegrías y tristezas y cuando niños oímos a nuestros mayores diciéndonos que estábamos pasando por la mejor época de nuestra vida, que teníamos todo por delante y que debíamos estudiar para llegar a lo que son ellos. O sea, adultos estresados llenos de ambiciones que si son pobres, desean ser ricos, y si son ricos, viven con miedo a perderlo todo en operaciones bursátiles desastrosas, corralitos, inflaciones, secuestros extorsivos y demás calamidades. Mayores hartos de la rutina si tienen trabajo y desesperados por las necesidades si no lo tienen. Y uno, niño pero no tonto, no ve mucha ventaja en llegar a esos picos de depresión, ansiedad o estrés. Por otra parte, el niño no la pasa del todo bien entre escuela, mandatos paternales o desidia e indiferencia del grupo familiar, miedos, deseos reprimidos de algo que no se sabe bien que es pero que se intuye como fundamental, o sea el viejo y querido sexo que puede despertar en el púber una sensación entre la agonía y el éxtasis. El adolescente lleno de granos, cambios de voz, revoluciones glandulares y desconcierto va de la euforia a la depresión muy velozmente y comienza a creer que el mundo está en su contra, que los mayores se han puesto de acuerdo para perseguirlo y no comprenderlo, y sigue escuchando a los veteranos añorar sus tiempos mozos con suspiros y frases como ¡juventud, divino tesoro, te fuiste para no volver! Y de pronto, un día, sin haber tomado conciencia del paso del tiempo, llegamos a los veintipico, a los treinta y a los cuarenta con sus balances peligrosos de revisar nuestra vida y llegar a la conclusión fatal de que ¡ojalá tuviera veinte años otra vez! Y comenzamos con la cantinela de la juventud como la mejor edad que pasó tan rápido y no la supimos aprovechar.
 
Entonces comienza la valoración de la experiencia y empezamos a propagandear las ventajas de ser maduros, decimos que todos tenemos veinte años en un rincón del corazón y emplomamos a los más chicos con ustedes no saben vivir. ¡Ya van a ver cuando tengan mi edad! ¡Qué saben ustedes, pendejitos, de la vida y sus misterios! Y entre pilates, cirugías, métodos desoxidantes y tratamientos rejuvenecedores vamos gambeteando a la vejez que se aproxima con achaques y episodios de confusión, sorderas, miopías y reumas impiadosos.
 
El tiempo vuela y llega el momento en el que nada nos viene bien. Es hora de decir que el mundo moderno es una porquería, que valores eran los nuestros y que el fin de la humanidad se acerca junto con los jinetes del apocalipsis, ignorando (o haciendo como que ignoramos) que la peste, la guerra y el hambre son mucho más viejos que nosotros y que el apocalipsis viene anunciándose hace siglos en la voz de ancianos barbudos y venerables, que con sus predicciones algo difusas y confusas nos llenan de inquietud y desesperación.
 
Uno trata de consolarse con pensamientos más sensatos y racionales (evaluando cada etapa vital en su justo término, cuidando lo aprendido, superando escollos sin ceder ni al mesianismo ni al fanatismo fundamentalista) y con llegar a la conclusión de que cuanto más se vive más se puede aprovechar lo malo y lo bueno para cambiar lo que ha sido perjudicial y defender lo que hayamos hecho bien en cada edad, en cada etapa, en cada capítulo de nuestro paso por el mundo.
 
Es importante no contarse cuentos ni creerse más de lo que uno es. Cada vida vale por si misma y no todos llegarán a cumplir todo lo que soñaron, pero si la lucha existió y fue por años sentido de vida la sensación deberá ser de satisfacción y no de amargura. Todas las edades son buenas para el milagro y no estará dicha la última palabra mientras haya vida y esperanzas. El niño, el joven, el maduro y el viejo forman una cadena vital y complementaria donde todos son importantes. Deberíamos vivir cada etapa con la sensación de ser útiles y respetables..